Acrobacias

Comparte

—Cuando estés preparado, saltas.

—Preferiría no hacerlo. —Miraba fijamente hacia abajo, como evaluando sus oportunidades una vez diera el paso definitivo.

—No se trata de lo que prefieres, sino de lo que tienes que hacer.

La tranquilidad de esa voz no hacía más que incrementar la ansiedad del aprendiz de acróbata. «¡Maldito! ¿Cómo puede tener esa sangre fría?». Por unos instantes, la distancia hasta el suelo pareció disminuir, pero solo era un efecto óptico por el vacío que sentía en el estómago. Empezó a sudar.  Sentía que iba a desmayarse. Apretó los labios.

—¿De verdad tengo que hacerlo? Nosotros… somos colegas, hemos hecho muchos trabajos juntos, siempre te he apoyado. —El lazo estaba atado a él con fuerza. Estaba seguro de que no se rompería cuando saltara—. ¿No podemos hablar primero? ¿Esperar… unos minutos? —balbuceaba, casi sin voz.

—Unos minutos más o menos no van a cambiar nada. Igual tienes que saltar.

—No imaginaba que este momento era así —susurró para sí mismo.

Casi sonrió, melancólico, recordando a las decenas de personas que él mismo había obligado a dar ese salto. Era fácil, no hablaba con ellas, no se lo pensaba mucho, una patada, un empujón y todo acababa rápido. La persona gritaba en el último momento, era un grito de terror, pero él no sentía nada. Solo cumplía órdenes.

—Tendrías que haberlo pensado antes. Las equivocaciones en este mundo se pagan así. Ahora lo único que puedes hacer es… aceptarlo. Puede ser un salto simple o una gran acrobacia… Mira: en realidad, no me importa —dijo con impaciencia—. Solo necesito que te decidas pronto. No es tan difícil.

Rompió a llorar. Se suponía que era un hombre rudo acostumbrado a tomar decisiones difíciles al borde de un abismo; a tener la misma sangre fría que mostraba ahora su compañero de tantos trabajos sucios; pero la realidad de ese momento fue demasiado para él. El lazo estaba apretado y le resultaba difícil respirar.

—No, no, no, no puedo, no puedo… no puedo hacerlo solo. —Desvió una mirada suplicante hacia su compañero, que ya lo apuntaba con su Glock 17.

Cuando sonó el disparo, el impulso de la bala acabó arrojando su cuerpo, ya sin vida, al vacío. Tenía razón, no era tan difícil.

 

Categorías

Contenido Relacionado

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *