El 20 de julio de 1969, tres hombres, Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, aterrizaron en la superficie de la luna, escribiendo una de las páginas más significativas de la historia de la humanidad. Yo ni siquiera tenía 4 años, pero ya era muy consciente de la trascendencia mundial de ese importante acontecimiento.
Estábamos de vacaciones. Yo estaba sentada en el suelo del salón de nuestro piso de verano. Ese solía ser mi lugar para ver televisión, porque no había suficientes asientos para una familia tan numerosa como la nuestra: seis hermanas y cinco hermanos, dos padres, dos gatos, un perro y, seguramente —no lo recuerdo—, uno o dos hámsteres. Por supuesto, no todos pasábamos juntos las vacaciones —mis hermanos mayores ya tenían sus propios planes—, pero, aunque solo coincidiéramos una parte de la familia, el suelo solía ser el lugar reservado para los tres integrantes más pequeños, lo que me incluía a mí. No me importaba. Me resultaba fácil encontrar el mejor lugar para sentarme, cerca de la televisión y al lado de una pared sobre la que apoyar la espalda. Era bastante mejor que intentar aplastarme con otras cuatro personas en un sofá diseñado para tres plazas.
Toda la familia se había reunido en el salón unos minutos antes del gran momento, que había sido anunciado a bombo y platillos desde muchos días antes. Recuerdo que yo tenía el flequillo un poco largo y me molestaba para ver, porque me caía lacio sobre los ojos. A cada rato me lo tenía que acomodar para despejar la vista. Estaba tan emocionada de ser testigo de cómo el hombre llegaba a la luna, que no quería perderme ni un detalle por culpa de mi flequillo rebelde, así que hacía todo lo posible por mantener la cabeza muy erguida e incluso un poco inclinada hacia atrás, aunque esta posición resultaba incómoda al cabo de un rato. Mientras esperaba el gran momento, pensaba algo como «Este es un momento histórico y no puedo perdérmelo, voy a ser testigo de algo único». ¿Sería ya una nerd desde tan corta edad…? Tenía apenas tres años; mi próximo cumpleaños sería en octubre, es decir, tres meses después.
Curiosamente, no recuerdo nada más de ese día. Solo que estaba sentada, con la cabeza echada un poco hacia atrás, mirando las icónicas imágenes de los astronautas pisando la luna por primera vez. De hecho, nunca más me había vuelto a acordar de esta escena hasta veinte años después, mientras hablaba con compañeros de la universidad. Dentro de la conversación, les conté que podía recordar el momento exacto en que el hombre pisó la luna y me miraron con incredulidad. Yo era una de las más jóvenes del grupo y no me creyeron para nada —«Es imposible que te acuerdes», dijeron—. De repente, fui consciente de que, el 20 de julio de 1969, realmente era una niña muy pequeña que ni siquiera había cumplido 4 años. Sin embargo, aunque comprendo la desconfianza de mis amigos, eso no me convierte en mentirosa. De hecho, la ciencia ha demostrado que nuestros primeros recuerdos conscientes aparecen entre los dos años y medio o tres, así que mi caso no hacía más que reforzar este descubrimiento.
Aunque mis compañeros pusieran en duda mis palabras, lo cierto es que el día en que el Apolo 11 aterrizó en la luna ni siquiera es el primer recuerdo consciente de mi vida. 24 horas antes de ese hecho, para mi familia ocurrió otro gran acontecimiento: nació mi último hermano, completando así nuestra familia de doce (supongo que eso significa que no toda la familia estaba reunida frente al televisor el 20 de julio de 1969…).
Durante los últimos meses del embarazo de mi madre, yo le hacía muchas preguntas sobre mi futuro hermano o hermana. En esa época no se podía saber el sexo antes del parto, y a mí me gustaba imaginar las cosas que haría con él o ella. Incluso pensaba hacerle bromas pesadas al nuevo miembro de la familia. Le dije a mi madre que apagaría la luz y lo dejaría solo, para reírme cuando tuviera miedo. Ella solo respondía: «¡Qué traviesa!»; pero no se enfadaba porque, en el fondo, sabía que no lo decía en serio. Aunque, de alguna manera, yo ya era consciente de que tendría que competir por el amor futuro de mi madre.
Otro de los primeros recuerdos de mi infancia es bastante más curioso: mi primer amor… o casi. No tendría más de cinco años y él, probablemente, quince o dieciséis porque era amigo de mis hermanos mayores. Yo estaba jugando sola en la misma habitación que ellos estaban; de repente lo miré y sentí que estaba enamorada… Al menos, era la primera vez en mi vida que miraba a un chico y pensaba que era guapo. A tan tierna edad, supongo que eso fue suficiente para confundir esa emoción desconocida con una especie de amor eterno. Lo más simpático es que estaba tan segura de que él era «mi amor» que sentí la urgencia de decirle algo para advertirle de que debía esperarme, ya que era evidente que yo era demasiado joven en ese momento para una relación romántica. Así que decidí acercarme y susurrarle al oído: «Necesito decirte algo importante, pero no puedo contártelo hasta que sea mayor». Supongo que me encontró muy tierna porque sonrió y no dijo nada, pero toda la tarde fue bastante especial conmigo, me guiñaba el ojo y me sonreía de rato en rato.
Al final, nunca le dije nada, ni entonces ni cuando crecí, porque me olvidé de él tan pronto como salió de mi casa aquella misma tarde. Las promesas de amor eterno no son muy duraderas cuando tienes solo cinco años.