Cartas inolvidables

Mujer escribiendo una carta con un bolígrafo
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«He probado la salsa bearnesa de Casino y creo que es muy buena».

Después de varios años sin escribirle a mi amiga francesa, Manue, tal vez no sea la mejor frase para comenzar mi carta. Sin embargo, es cierto que pienso en ella cada vez que compro algún producto de la marca Casino porque sé que están importados de Francia.

También podría decirle que me enteré del chico marroquí que disparó a los viajeros en un tren y de la historia inverosímil que contó, diciendo que había encontrado las armas en un parque y que solo quería robar a los pasajeros… ¡con un kalashnikov! Pero es un suceso muy trágico y antiguo. Podría, en ese caso, hablarle de la escena mundialmente conocida de la primera dama de Francia abofeteando a su marido, el presidente Macron, en el avión presidencial. O de la tremenda, tremendísima inspiración que Giselle Pelicot ha dejado en la historia de la humanidad al lograr que la vergüenza cambie de lado. Eso sí que es actual. Así sabría que me interesa lo que ella está viviendo ahora mismo.

Aparte de mis compañeros de escuela, Manue es mi amiga más antigua y es muy especial para mí, aunque solo nos hayamos visto en persona un par de veces en la vida, ambas en su casa, en un pequeño y hermoso pueblo francés cerca de la frontera con Suiza. Nos conocemos desde los 16 años y de eso hace ya varias décadas. Nos llevamos bien desde el primer momento, aunque nuestra vida era bastante diferente. Su familia ha vivido toda la vida en un pueblo pequeño; la mía es una familia de ciudad. Ella creció entre montañas y árboles; yo entre calles y edificios. Ella tiene dos hermanos; nosotros somos una docena. Ella quedó embarazada a los dieciséis, luego se separó, volvió a casarse, y ha tenido dos hijos más. Yo me casé pasados los 40 y no tengo hijos. Pero a ambas nos encantan los animales, disfrutamos la naturaleza y nos gusta escribir cartas, que fue la única forma de comunicarnos la mayor parte del tiempo de nuestra amistad.

Cuando digo escribir cartas, no me refiero a enviar correos electrónicos o mensajes de texto. No existía Internet cuando yo tenía dieciséis años, tampoco las videollamadas y mucho menos la inteligencia artificial. El correo postal era la única forma razonablemente barata de estar en contacto a distancia. Escribir cartas era un proceso muy artesanal e íntimo, lo que las convertía en objetos solemnes, tangibles y cargados de realidad. Se usaba papel de verdad y se escribía cada letra de cada palabra con tu propia mano. Cometer errores era una tragedia porque no podías simplemente borrarlos y escribir de nuevo como pasa ahora. Querías escribir una carta limpia, con significado y buena apariencia, sin correcciones ni tachaduras horribles.

Para asegurarme de que estaba bien, solía leer mi carta mil veces antes de cerrarla, meterla en un sobre, pegar un sello postal y llevarla al buzón de correos. Todo un protocolo que necesitaba paciencia y planeación. Terminar una carta importante podía tomarme varios días y, después de enviarla, pasaba muchos más relamiéndome y pensando en el efecto que iba a causar su lectura en el destinatario. A fin de cuentas, me había dedicado durante horas a escribir ese único y exclusivo ejemplar en papel que viajaría cientos de kilómetros hasta llegar a su destino final, probablemente llevando algún fragmento microscópico de mí misma entre sus líneas.

No rechazo las tecnologías modernas. Mi vida sería imposible sin computadoras, internet, Whatsapp o el correo electrónico. Pero, en aquellos días, las cartas eran documentos verdaderamente significativos, en los que se plasmaban los momentos especiales de la vida de las personas. Una simple hoja de papel que iba a pasar por las manos tanto del emisor como del destinatario; cada uno dejaría impregnado un pedazo de su ADN que luego se fundiría con el del otro en la distancia, en un proceso de codificación y decodificación de emociones escritas. Si había suerte, fruto de esa unión nacería una y otra carta hasta formar un puente que podía durar años y afianzar amistades casi eternas, como la de Manue y yo.

Sería maravilloso poder recuperar todas las cartas físicas que he escrito a lo largo de los años (calculo que fueron más de 400). A veces me imagino que, si pudiera volver a leerlas, redescubriría quién era yo cuando las escribí: me hablarían de quién fui y de quién iba a ser. Me mostrarían las inquietudes de mi alma, mis sueños y los traumas por los que atravesaba; podría saber cuáles he superado con los años y cuáles no, qué sueños he cumplido y qué sueños he abandonado. Porque las cartas físicas eran testigos, no solo de nuestras relaciones, sino de nuestra propia vida y de todo lo que nuestro ser necesitaba contar.  

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